Francisca de Mendiola y Fernández Caballero
El Lirio de Daule.
Nació en Daule, 1770 + en Daule, Octubre 6, 1838.
Cuando nació Francisca de Mendiola y Fernández Caballero, el río Daule,
flemático y caudaloso, pasaba por el mismo sitio que pasa ahora. Constantemente
se llenaba de balsas, con sus techumbres de paja y sus palancas largas, de
canoas, de botes y de cuantas más embarcaciones que se estilaban entonces. En
las grandes fiestas del 14 de septiembre, las canoas parecían mates de arroz, de
lo llenas que llegaban. Después de siete largas horas de viaje desde Guayaquil,
los devotos romeros y los vendedores de santitos y de mandas, desembarcaban en
el largo muelle de Daule, hecho de maderas duras y resistentes al agua. Don
Francisco Campos, hablando en presente, decía: "Allí los peregrinos depositan su
ofrenda ante el altar del Señor de los Milagros, sumamente venerada en todo el
Cantón y en toda la Provincia"
=
(Viaje por la Provincia del Guayas, 1871, pág.. 58).
La pequeña ciudad, levantada junto al río, con sus casas de dos pisos.
Llenas de balcones de hierro y de ventanas de pestaña, se asomaba al agua para
contemplarse todos los días. Las casas, formadas en hileras precisas, pegaban
sus portales uno con otro, para que la gente no fuera quemada por el sol o para
que no se mojaran cuando la lluvia caía a cantaros, los días de invierno.
"Estaba poblada de una numerosa vecindad española, de cuatro mil personas
blancas, repartidas en muchas casas de muy cómodas y espaciosas habitaciones,
con altos que descubren la mayor parte de la distancia del río y las campiñas de
sus huertas de Palmas de Coco, pies de Plátanos y árboles de
Tamarindos...
=
" (Guayaquil a través de los siglos, Eliecer Enríquez, artículo del P. Joseph María Maugeri, S.I., Talleres Gráficos Nacionales, Tomo I, Quito, 1946,pág. 41).
=
" (Guayaquil a través de los siglos, Eliecer Enríquez, artículo del P. Joseph María Maugeri, S.I., Talleres Gráficos Nacionales, Tomo I, Quito, 1946,pág. 41).
En ese entonces, Daule tenía la fama de apapachar muchos hijos de linaje
antiguo, personas pudientes, hacendados, comerciantes, entroncados con las
mejores familias del Puerto.
En esta ciudad, más bucólica entonces que ciudad, nació Francisca,
alrededor del año de 1763. Fue hija legítima de don Gerónimo de Mendiola y
Obregón, nacido en Guayaquil, y de doña María Ventura Fernández Caballero y
Carbo, nacida en Daule, hija legítima y única de don Alonso Fernández Caballero
y doña Teresa Carbo y Cerezo. Se sabe que don Gerónimo fue Regidor y fiel
Ejecutor de Cabildo por Real Cédula del 25 de Junio de 1756, Juez del Hierro,
Capitán de Milicias, Alcalde de la Santa Hermandad en 1785 y Teniente de
Corregidor de Daule. Fue dueño, asimismo, de Las Lomas de Santa Lucia y el sitio
de La Cría, f.b.d.t., otorgada en Daule el 8 de Octubre de 1767. Esta
distinguida pareja, tuvo siete hijos: José Gerónimo, m.n., José, María Josefa,
María Francisca, Pablo y FRANCISCA DE MENDIOLA y FERNÁNDEZ CABALLERO. El último
de los hermanos se llamó Esteban.
=
(Pedro Robles y Chambers, Contribución para el estudio de la Sociedad Colonial de Guayaquil, Litografía e Imprenta La Reforma, Guayaquil, 1938, pag. 373).
=
(Pedro Robles y Chambers, Contribución para el estudio de la Sociedad Colonial de Guayaquil, Litografía e Imprenta La Reforma, Guayaquil, 1938, pag. 373).
Doña Teresa Carbo y Cerezo, abuela de Francisca de Mendiola, se había
casado, por primeras nupcias, con don Carlos Aguirre y Ponce de Solís. Los dos
fueron padres del ilustre dauleño, el Padre Juan Bautista de Aguirre y Carbo,
que entró en la Compañía de Jesús y se hizo sacerdote jesuita. Fue un
distinguido poeta, teólogo notable, Rector de un Colegio de Ferrara (Italia) y
Profesor en Roma. Tuvo el privilegio de ser Consultor del Santo Padre Pío VI
(1775-1799) , que lo llamaba "Pico de Oro". Murió en Tívoli, de la misma Italia,
el 15 de junio de 1786. Era tío, por parte de madre, de nuestra Francisca. Los
padres de doña Teresa Carbo y Cerezo, fueron el Capitán Tomás de Carbo y
Martínez, nacido en Castellón del Duque, en Valencia, España, que vino a vivir
en Guayaquil, de la que llegó a ser su Alcalde Ordinario y, además, Familiar del
Santo Oficio. Se casó con doña María Ventura de Cerezo y Sánchez de Zea, que fue
bautizada en Guayaquil.
Para ubicar la espiritualidad de cruz, que vivió Francisca de Mendiola
hasta el heroísmo, necesitamos entrar primero en el amor entrañable que
Francisca de Mendiola tenía al Señor de los Milagros; en segundo lugar la
persona de la Terciaria Dominicana, Santa Rosa de Lima y, sin lugar a dudas, en
tercer lugar a Mariana de Jesús, que había fallecido pocos años antes. La
formación y dirección espiritual se la dieron los Frailes Dominicos que, para
entonces, regían la antigua Parroquia de Daule. El mismo Eliecer Enríquez, en
otro de los artículos que publica en su tomo, dice que, en lo espiritual, Daule
estaba atendido "por un Regular Doctrinero del Orden de Predicadores, que
ordinariamente suele ser uno de los más graduados en su Religión, y necesita
tres o cuatro Ayudantes Coadjutores para la administración de Sacramentos y
demás Ministerios Parroquiales, en la Población del Río, en el mismo Daule yen
los pueblos anexos...
=
(Guayaquil a través de los siglos, ibid, pág. 41).
Pocos años antes, como lo endilga la historia, en Daule se había reimplantado la devoción al Cristo Negro. La leyenda a la historia, que más parece una florecilla franciscana, comienza diciéndonos que el clérigo de sotana y tonsura, llamado don Isidro de Veinza y Mora, una mañana que había terminado con sus oraciones diarias y se aprestaba a oír la Misa, se le acerco el sacristán para hablarle de un Cristo del Descendimiento, hermosísimo, "y cuyos restos apolillados se habían mandado a recoger, con el fin de quemarlos y evitar así una profanación a que tantas veces se ven expuestas las vetustas imágenes y estatuas." El licenciado de Veinza y Mora tuvo una secreta inspiración: "Se encomendó el Santo Cristo hecho pedazos y le prometió que, si le devolvía su salud tan quebrantada, el restauraría su culto en Daule."
=
(Guayaquil a través de los siglos, ibid, pág. 41).
Pocos años antes, como lo endilga la historia, en Daule se había reimplantado la devoción al Cristo Negro. La leyenda a la historia, que más parece una florecilla franciscana, comienza diciéndonos que el clérigo de sotana y tonsura, llamado don Isidro de Veinza y Mora, una mañana que había terminado con sus oraciones diarias y se aprestaba a oír la Misa, se le acerco el sacristán para hablarle de un Cristo del Descendimiento, hermosísimo, "y cuyos restos apolillados se habían mandado a recoger, con el fin de quemarlos y evitar así una profanación a que tantas veces se ven expuestas las vetustas imágenes y estatuas." El licenciado de Veinza y Mora tuvo una secreta inspiración: "Se encomendó el Santo Cristo hecho pedazos y le prometió que, si le devolvía su salud tan quebrantada, el restauraría su culto en Daule."
Se sano de su enfermedad y, sus ojos, que tampoco veían, comenzaron a ver.
Pronto, par todo Daule, se propaló el milagro y el Licenciado, tal coma lo había
prometido, lleva la imagen a Guayaquil para que la compusiera un conocido
escultor. Regresó a Daule y, con sus propios recursos levantó una Capilla y, la
gente, que conocía la historia del milagro que hizo con el Licenciado, comenzó a
buscar milagros. Dentro de poco, la Capilla se volvió pequeña. Los romeros
comenzaron a Ilegar par el río, a pie y a caballo. No había ni un solo dauleño
que no hubiera sido tocado con un milagro del famoso Cristo. La gente se
desbordó frenética, cuando un día, que no registra la historia, el Santo Cristo,
que había sido blanco hasta entonces, amaneció de color negro. La gente atribuía
"este milagro" a una especie de "protesta", porque el día anterior, uno de los
frailes de la Doctrina, había azotado a un muchacho de color. Este nuevo
prodigio se expandió por todos los rincones. Desde ese día, la muchedumbre no
solo llegaba a Daule el mes de septiembre, sino que las embarcaciones, que iban
por el camino del río o pasaban a Guayaquil, necesariamente por devoción,
bajaban en Daule para acercarse a la Capilla del Cristo de los Milagros, que se
colgaba a la orilla mismo del río.
Una de las agraciadas,
aunque no la única, con este toque substancial del Cristo Negro, fue doña
Francisca de Mendiola que, desde muy pequeña, "andaba tras los olores de
Cristo." Un día cualquiera, la gente la vio cambiar su ropa elegantísima, por un
vestido de color negro y por una mantilla, que la cubría de la cabeza casi hasta
los pies. La vieron en la Misa diaria y de rodillas delante de su Jesús de los
Milagros. Era una señal ciertísima de que en ella se había dado un cambio
existencial. Francisca había tomado con determinación: "El indicador del camina
de las estrellas." Los Dominicos, como contemplativos por excelencia, le
enseñaron "la ciencia de la vida contemplativa" y ella, como buena discípula, se
volvió emula de Rosa de Lima y de la Azucena de Quito. Junto con el cambio del
rostro, por uno sonriente, comenzó a hacer un solo recorrido: De su casa a la
Capilla y de la Capilla a su casa. Sus salidas tenían siempre el mismo fin:
Enseñar el catecismo, ayudar a los frailes, y regresar a la casa paterna para
hacer sus lecturas y dedicarse a la vida de penitencia.
El profesor Homero Espinoza Rendón, que ha hurgado los recovecos más
recónditos de Francisca, señala que todos los dauleños "la trataron y conocieron
durante muchos años" del siglo antepasado. Y, como si no dijera nada, añade: "La
beata Francisca era una mujer superior, dotada de raras virtudes, poseedora de
una sólida fe cristiana"
=
(La Beata dauleña Francisca de Mendiola, artículo en El Universo de Guayaquil).
Los Dominicos, además, le enseñaron a amar la Eucaristía "casi de una manera loca". Francisca se pasaba delante del Sagrario sin contar ni medir las horas. Constantemente, entre sus dedos, corría las cuentas del Rosario. Amaba las Sagradas Escrituras y a María, la Madre de Jesús, y constantemente se alimentaba de los libros piadosos de entonces. Poco a poco parece que los frailes la fueron conociendo profundamente. Un día, sabedores de la ternura que guardaba para su Cristo Negra, le encargaron la limpieza y el arreglo de la Capilla y, para esto, le entregaron las llaves respectivas: "Francisca libaba la miel que liban los colibríes de las flores. La Capilla y su cuidado eran su felicidad entera. Desde ese día, la vieron realizando "el aseo y ornato de la Capilla del Señor de los Milagros con alegría y dedicación enteras".
=
(La Beata dauleña Francisca de Mendiola, artículo en El Universo de Guayaquil).
Los Dominicos, además, le enseñaron a amar la Eucaristía "casi de una manera loca". Francisca se pasaba delante del Sagrario sin contar ni medir las horas. Constantemente, entre sus dedos, corría las cuentas del Rosario. Amaba las Sagradas Escrituras y a María, la Madre de Jesús, y constantemente se alimentaba de los libros piadosos de entonces. Poco a poco parece que los frailes la fueron conociendo profundamente. Un día, sabedores de la ternura que guardaba para su Cristo Negra, le encargaron la limpieza y el arreglo de la Capilla y, para esto, le entregaron las llaves respectivas: "Francisca libaba la miel que liban los colibríes de las flores. La Capilla y su cuidado eran su felicidad entera. Desde ese día, la vieron realizando "el aseo y ornato de la Capilla del Señor de los Milagros con alegría y dedicación enteras".
El mismo profesor Espinoza, dice que cerraba las puertas y se entregaba "a
la contemplación divina, ignorada de las miradas curiosas de extraños que ya
sabían de sus coloquios espirituales y de la protección especial que le
dispensaba el Señor de los Milagros" (Ibid.). Este ejercicio de contenido
profundamente cristiano, lo hizo siempre. Podríamos decir que el contacto largo
y permanente con el Cristo Negro, hizo de su persona una imagen viva del Cristo
Resucitado. Esto significa: cuando uno toma contacto con una misma persona, por
la Ley de la Transferencia Orgánica, la persona que ama no solo logra un
parecido inmenso, sino que va adquiriendo igualmente, "sus mismos sentimientos".
Y este fue el caso de Francisca de Mendiola.
Monseñor J. Félix Roussilhe, en su Novena en honor del Señor de los Milagros que se venera en la Iglesia de Daule, publicada en 1894, y algunos familiares de doña Francisca de Mendiola, narran lo siguiente: A principios del siglo antepasado, "todos han conocido en Daule, por la fama de santidad de que gozaba, a una venerable señora llamada doña Francisca de Mendiola, Dicha señora cuidaba de la capilla del Cristo milagroso. Aprovechándose de que las llaves le estaban confiadas, solía encerrarse allí, para entregarse sola, lejos de las miradas humanas, a la divina contemplación, haciéndose acompañar por una esclavita negra de cinco o seis años de edad, la que se cansaba pronto y se entregaba al sueño, mientras proseguía su ama los fervorosos coloquios con Jesucristo.
Monseñor J. Félix Roussilhe, en su Novena en honor del Señor de los Milagros que se venera en la Iglesia de Daule, publicada en 1894, y algunos familiares de doña Francisca de Mendiola, narran lo siguiente: A principios del siglo antepasado, "todos han conocido en Daule, por la fama de santidad de que gozaba, a una venerable señora llamada doña Francisca de Mendiola, Dicha señora cuidaba de la capilla del Cristo milagroso. Aprovechándose de que las llaves le estaban confiadas, solía encerrarse allí, para entregarse sola, lejos de las miradas humanas, a la divina contemplación, haciéndose acompañar por una esclavita negra de cinco o seis años de edad, la que se cansaba pronto y se entregaba al sueño, mientras proseguía su ama los fervorosos coloquios con Jesucristo.
Aconteció, no pocas veces, que, al despertar la pequeña esclava, encontraba
a su ama con las manos juntas, los ojos anegados en llanto y su cuerpo elevado
algunas pulgadas del suelo, delante del Señor. Llena de asombro se acercaba a su
ama, llamándola y tirándole el vestido, hasta que conseguía hacerla volver en
sí. Sorprendida y arrancada de su éxtasis, doña Francisca de Mendiola procuraba
explicar a su pequeña esclava, que lo ocurrido no debía contárselo a nadie, Pero
la pequeña creyó poderse dispensar de obedecer a su ama en esta circunstancia y,
con la ingenuidad propia de sus años, lo refería todo a la familia, añadiendo
que a veces unas hermosas señoras le acompañaban a doña Francisca, igual que un
Señor Obispo que la bendecía y le señalaba, con los dedos, las llagas de Cristo
Milagroso". Se cree que, el aludido Obispo, no es otro que San Nicolás, de quien
doña Francisca era sumamente devota.
El mismo profesor Espinoza, señala que doña Francisca aprendió a durar en
el amor durante toda su larga vida. Él escribe: "Así transcurrió el tiempo
convencida doña Francisca que se ignoraban sus prácticas piadosas, aunque sí
notaba, que día a día, aumentaba el número de las personas que iban a su casa
para hacerla depositaria de sus inquietudes y problemas, a pedirle consejos y
solución para sus males" (Ibid.) .Esto nos indica de cómo la vio el pueblo de
Dios y que alta estima le tenían. Permaneció sin cambio, con un espíritu siempre
atento a los quereres de Dios y de su Providencia. Cada día, las generaciones
que la conocieron, la encontraban cada vez más dulce, más misericordiosa, más
suave, más servicial y más humilde. Era señal cierta de que el Señor la inundaba
con su presencia y con su gracia.
El mismo profesor Espinoza,
nos narra de su fidelidad y largo amor. Y concretiza: "Después de llevar una
vida de penitencia y oración, observando y practicando los Mandamientos de la
Ley de Dios y los de la Iglesia y haciendo obras de caridad, a medida, de sus
posibilidades, falleció en Daule de avanzada edad, confortada con todos los
auxilios de la Santa Religión católica, el 6 de octubre de 1838".
Según nuestras investigaciones, murió a la edad de 75 años. "Sus funerales, continua don Homero Espinoza Rendón, fueron la demostración objetiva del respetuoso ascendiente que tenia entre sus coterráneos y prójimos; quienes sabían de sus infrecuentes virtudes cristianas y que había muerto en olor de santidad. Sobre su tumba, por mucho tiempo, se vieron enormes ramos de fragantes rosas adornando su última morada" (ídem). Pero también vieron diarias velas encendidas y corazones vivos que se acercaban a rezarle.
Según nuestras investigaciones, murió a la edad de 75 años. "Sus funerales, continua don Homero Espinoza Rendón, fueron la demostración objetiva del respetuoso ascendiente que tenia entre sus coterráneos y prójimos; quienes sabían de sus infrecuentes virtudes cristianas y que había muerto en olor de santidad. Sobre su tumba, por mucho tiempo, se vieron enormes ramos de fragantes rosas adornando su última morada" (ídem). Pero también vieron diarias velas encendidas y corazones vivos que se acercaban a rezarle.
No la olvidaron ni la han podido olvidar nunca... Es el destino y la
trascendencia de todos aquellos que dejan sus huellas impresas en el tiempo
porque amaron mucho a Cristo...
=
Por: P. HUGO VAZQUEZ ALMAZAN +
=
Por: P. HUGO VAZQUEZ ALMAZAN +
No hay comentarios.:
Publicar un comentario