Fray José María de Jesús Yerovi y Pintado
Abril 12, 1819 - Junio 20, 1867
«De
corazón verdaderamente paternal, el padre Yerovi no esperaba que la necesidad
llame a sus puertas, él mismo sale en busca de ella para remediarla...
Insultado, jamás se queja; perseguido, ama siempre al perseguidor; su aspecto
revela un no sé qué de grave y amable, que inspira amor e infunde devoción en
cuantos le tratan...».
González Suárez
=
ILMO.
JOSE MARIA YEROVI
Dos años
después de su muerte, el cuerpo incorrupto y flexible del Ilmo. José María de
Jesús Yerovi -en cumplimiento a lo dispuesto por S. S. el Papa Pío IX- fue
exhumado de su tumba y sentado en la silla arzobispal de Quito, para ser
investido como tal. Recibió entonces honores y
plegarias.
YEROVI
PINTADO, Ilmo. Fray José María de Jesús.- Sacerdote quiteño nacido el 12 de abril de 1819,
hijo de don Joaquín Yerovi y Camacho y de la Sra. Josefa Pintado y
Camacho.
Sus
primeras enseñanzas -de acuerdo con las costumbres establecidas en esa época-
las recibió en el cristiano hogar de sus padres, quienes lo encaminaron por los
senderos de la religión y la ciencia. «A los ocho años Yerovi sabe más de la
ciencia de la Filosofía que Aristóteles, Platón y los más grandes cerebros del
paganismo. Conoce el insondable misterio de la Sma. Trinidad, el pecado
original, la encarnación de la segunda persona del Verbo, vida y muerte de Cruz,
su presencia adorable en el Santísimo Sacramento del Altar, y que será eterno el
premio o el castigo de la otra vida. Los impíos pueden reírse; pero tarde,
cuando ya no hay remedio, conocerán su error» (W. Loor.- José María Yerovi, tomo
I, p. 16).
Posteriormente ingresó en el centenario Colegio de San
Fernando -de los padres dominicos-, donde desde 1829 estudió y profundizó en
Latinidad, Filosofía, Gramática, Literatura, Geografía, Historia, Física,
Matemáticas, Humanidades y por supuesto Religión. A finales de 1835 ingresó a la
Universidad de Santo Tomás para continuar con el aprendizaje de la parte teórica
del Derecho Canónico, Civil y de Gentes; y en julio de 1839 culminó sus estudios
de Derecho, pero tuvo que esperar hasta el año siguiente para poder -de acuerdo
con las leyes de educación vigentes en dicha época- rendir el grado de Bachiller
en Jurisprudencia. Luego y en cumplimiento de dichas leyes, continuó estudios de
Humanidades Superiores hasta obtener, el 25 de febrero de 1843, el título de
Doctor en Jurisprudencia.
Entonces
-como era de rigor en esa época- la Corte Suprema lo nombró para desempeñar el
cargo de Abogado de Pobres. «Nunca estuvo la suerte de aquellos en manos tan
puras y honestas...»
Al
cumplir los 23 años de edad y estrenando su flamante título, el mundo le abrió
de par en par sus puertas, pues tenía simpatía, buen porte, salud, talento, y lo
más importante, una conducta moral intachable; pero a pesar de las notables
virtudes que lo adornaban, también surgieron en su joven corazón algunas
inquietudes que lo llevaron por caminos muy peligrosos. Fue así como su afición
por la «farra», la guitarra, las compañías poco recomendables, la lectura de
libros prohibidos y la presencia de bellas mujeres a cuyos encantos no pudo
resistirse, lo llevaron a principios de noviembre de 1844 -junto a varios amigos
y señoritas- a un paseo al lago de Cuicocha, en la provincia de
Imbabura.
Con la
alegría propia de los jóvenes de su edad, se embarcaron en dos balsas de totora
en busca de la intimidad que les proporcionaría la pequeña isla situada en el
centro de la laguna. Ya habían alcanzado la orilla de la isla y sólo le faltaba
a él desembarcar, cuando un infortunado movimiento hecho por uno de sus amigos
alejó la embarcación, que por su vetustez empezó a desbaratarse. Cayó entonces a
las heladas aguas, y a pesar de estar relativamente cerca de la orilla no pudo
alcanzarla, pues no sabía nadar. «Ante la perspectiva de la muerte, grita
pidiendo auxilio. Se acerca a socorrerle la otra balsa: pero a la media luz de
las aguas teñidas de rojo por los rayos del sol moribundo, que se ha puesto ya
en el horizonte, cree ver el fuego justiciero con que Dios castiga al ángel y al
hombre que violan su ley» (W. Loor.- José María Yerovi, p.
51).
Este
hecho, al que nadie ha puesto jamás en duda, marcó un cambio definitivo en su
conducta, y «no pudiendo resistir al interior impulso que lo lleva a Dios,
secretamente advertido y con el consentimiento de sus padres, se retira por seis
meses a una hacienda en donde, entregado al silencio, la oración y los sagrados
estudios, examina y prueba su divina vocación», y en busca de la santidad y de
la sabiduría de Dios, «se da por completo a la oración, místico laboratorio en
que se confeccionan las saludables medicinas que curan las heridas del alma. Se
enciende en místicos ardores del divino amor, y, al contacto con ese fuego
celestial, van deshaciéndose los hielos de las aficiones terrenas». (Vida y
Muerte de Fray José María Yerovi.- Fr. A. Luzuriaga C.-
O.F.M.).
Luego de
casi un año de estudios y meditación religiosa, el 31 de mayo de 1845, en la
Iglesia Catedral de Quito y de manos del Ilmo. Obispo Dr. Nicolás Arteta y
Calisto, recibió finalmente las órdenes
sacerdotales.
«Libre
de los compromisos que le unen al mundo empieza una vida completamente santa. El
estudio de las divinas escrituras y de las ciencias propias de un sacerdote, la
oración al pie del Sagrario en que encuentra todas sus delicias, la penitencia y
mortificación son el pan cotidiano con que alimenta y fortalece su alma ansiosa
de ser cada día más perfecta» (Luzuriaga.- ídem p.
39).
Al año
siguiente fue nombrado párroco de Guano, pero cuatro meses más tarde, debido a
una grave afección que sufrió en los ojos tuvo que renunciar al cargo y viajó a
Quito en busca de recuperación. Fue entonces designado cura párroco de Pomasqui,
población a la que se trasladó a mediados de febrero de 1847 y donde permaneció
hasta febrero del año siguiente, en que obedeciendo a una nueva solicitud hecha
esta vez por el obispo Arteta, renunció al curato de Pomasqui para poder aceptar
la capellanía del convento de las madres conceptas, en la ciudad de
Ibarra.
En dicha
ciudad encontró un campo mucho más amplio para cumplir con su sagrado
apostolado, pero la misión encomendada no le fue fácil, pues su principal
encargo consistió en reorganizar y corregir el monasterio y guiar a las monjas
del mismo por el verdadero camino de su vocación. Allí, con suave energía y
dulzura trabajó para poner fin a costumbres poco edificantes en el claustro, que
escandalizan al pueblo; pero cuando sus buenos modales no fueron suficientes,
abandonó las medidas conciliadoras y drásticamente sometió a las monjas a la
vida de comunidad, separando inclusive de ésta a dos de ellas que se negaron a
obedecer.
Así,
desde esa época, su talento, patriotismo y espíritu de justicia se hicieron
notables, sobre todo cuando asistió como Diputado suplente por la provincia de
Imbabura a la Asamblea Constituyente de 1851, donde tuvo destacada y brillante
participación demostrando a cada momento que sus postulados estaban por encima
de los intereses políticos que primaban en la mayoría de los asistentes a dicho
Congreso.
A
mediados de 1852, Mons. Francisco Javier Garaicoa -que acababa de ser nombrado
Obispo de Quito- lo nombró Subsecretario de la Curia. Entonces y con gran pena
por tener que dejar a sus feligreses, abandonó Ibarra y se trasladó a Quito para
asumir su nueva responsabilidad.
Al poco
tiempo, y a pesar de que solo contaba con treinta y tres años de edad, el Ilmo.
Francisco Javier Garaicoa pidió poder a S. S. el Papa Pío IX, y luego de
obtenerlo lo designó Vicario Apostólico de Guayaquil, pues lo consideraba
imparcial, justo y capacitado; y era «muy conocido por su moderación, tino y
prudencia en el manejo y servicio de la iglesia» (Luis Escalante.- Fray José
María de Jesús Yerovi).
Así, a
pesar de que su nombramiento disgustó a varias autoridades políticas, al Dr.
Cayetano Ramírez y Fita y al mismísimo padre Solano; a mediados de febrero de
1853 se puso en marcha hacia Guayaquil y el 9 de marzo asumió su nuevo cargo.
Inmediatamente comenzó a trabajar y a preocuparse por resolver los problemas de
la Curia, especialmente los relacionados con el aspecto económico de la misma
-que se encontraba en bancarrota- y al poco tiempo, gracias a su acertada
administración los escasos ingresos empezaron a rendir sus beneficios. Reparó
las iglesias, cubrió los gastos de los párrocos, organizó ejercicios
espirituales, hizo obras de caridad, y por último, designó una pequeña cantidad
en beneficio de los pobres de Ibarra.
A pesar
de haberse dedicado con abnegación y sacrificio a cumplir con sus obligaciones
pastorales, no pudo mantenerse ajeno a los problemas políticos que día tras día
sacudían al país, por lo que sus constantes enfrentamientos con las
disposiciones del Gral. Urbina culminaron el 20 de octubre de ese mismo año,
cuando ante las autoridades respectivas presentó su renuncia, «por motivos de
conciencia y deseos de mirar por el decoro de la autoridad eclesiástica» (carta
del padre Yerovi al Deán y al Cabildo), que le fue rechazada en dos
ocasiones.
«En
estas condiciones, Yerovi se siente incómodo en su cargo de Vicario Apostólico.
No es su persona lo que le interesa, sino su dignidad, su autoridad, humillada
por la interferencia de Urbina en el negocio de la diócesis, por sí o por medio
del Ministro o del Gobernador. Cree Yerovi que en Sede vacante es él el que
reemplaza al Obispo y que en este altísimo cargo no puede convertirse en peón
del Presidente de la República. En conciencia tiene que abandonar la Vicaría;
eso no es fuga, es amor a la Santa Iglesia, esposa de Cristo» (W. Loor.- ídem p.
244).
A fines
de marzo de 1854 se embarcó en un velero y abandonó Guayaquil con destino a
Tumaco, donde desembarcó para seguir viaje a pie hasta la ciudad de Pasto
(Colombia) con el propósito de ingresar al oratorio de los padres filipenses. En
Pasto, al igual que lo había hecho desde su ordenación, en Ibarra, en Guayaquil
y en tantas otras poblaciones, continuó ofreciendo a Dios su dolorosa penitencia
lacerando su carne con silicios, y en la soledad de su celda, sólo con la
compañía de Dios, comprendió que debía estudiar más profundamente las Sagradas
Escrituras, porque ellas son las que conducen a la vida
eterna.
A
mediados de 1861 la situación política de Nueva Granada (Colombia) vivía
momentos de gran agitación debido al golpe de estado que había llevado al Gral.
Tomás Cipriano Mosquera al poder. Quiso entonces viajar al Perú, pero los
puertos estaban muy controlados por miembros del ejército de Mosquera, quien
también pretendía intervenir en los asuntos de la Iglesia. En estas
circunstancias prefirió dirigirse a la ciudad de Cali, donde tocó las puertas
del convento de San Joaquín con el ánimo de adoptar el hábito
franciscano.
«En un
obscuro claustro de otra ciudad lejana camina un fraile por la noche con su
lámpara en la mano: entra a la capilla del convento, se postra ante el crucifijo
y permanece inmóvil, agachado, cruzados los brazos. ¿Qué hace? Habla con Dios;
¿Quién es? El Vicario Apostólico, el congregado de San Felipe Neri, el literato
distinguido, el jurisconsulto consumado, el joven brillante de la ciudad de
Quito. La muceta de Doctor se convirtió en corona de religioso, las borlas del
humanista en cíngulos de franciscano. Pues no satisfecho con su humildad, la
quiso todavía más subida, y tomó el grosero y pesado ropaje del convento. Y éste
sí que sabe imitar a su modelo, Francisco revive en el fraile sabio y penitente.
¿Cuándo vio Cali persona más humilde? ¿Cuándo vio Cali monje más piadoso?
¿Cuándo vio Cali cristiano más caritativo?. Caritativo, piadoso, humilde, todo
lo fue aquel fraile, y como ninguno de estos tiempos. Por el ayuno, el insomnio
y la devoción, San Jerónimo le hubiera envidiado, y viviendo en un desierto, los
ángeles hubieran bajado a servirle» (Juan Montalvo.- El
Cosmopolita).
En 1863
la situación Estado-Iglesia de Colombia hizo crisis y el Gral. Mosquera ordenó
la supresión de todas las comunidades religiosas y el destierro de todos sus
miembros. Entonces fue ubicado en la categoría de delincuente extranjero, y ante
el dolor de la ciudadanía fue desterrado a Lima, Perú, donde luego de completar
su noviciado fue admitido en la orden de San
Francisco.
Dos años
más tarde «es el denodado paladín de la verdad católica, que, con la palabra y
el ejemplo, predica la doctrina que ha aprendido de los labios del Divino
Maestro. Su elocuencia fervorosa atrae a las muchedumbres; su dialéctica
invencible da con los errores al traste; su bondad aprisiona con dulces lazos
las almas; cura las más enconadas dolencias del espíritu; persigue a la
incredulidad; fortalece a los débiles; es luz que ilumina a los que viven en las
tinieblas; ejemplo de los buenos; martillo de los impíos...» (L. R. Escalante.-
ídem p. 126).
Erigida
desde 1862 a la calidad de Ciudad Episcopal, Ibarra necesitaba en esa época de
un Administrador Apostólico de elevadas cualidades espirituales, y gracias a las
gestiones del Delegado del Vaticano, Mons. Francisco Tavani, y a la buena
predisposición del Presidente de la República, Dr. Gabriel García Moreno, fue
designado para desempeñar dicha dignidad, por lo que el 24 de agosto de 1865 se
embarcó en el puerto de Callao con destino a Guayaquil, desde donde continuó
viaje a pie hacia Quito. En dicha ciudad permaneció varios días visitando a su
familia, y luego continuó hacia Ibarra, a donde llegó en la lluviosa noche del 3
de noviembre, y donde, a pesar de lo avanzado de la hora, fue esperado por toda
la población que lo recibió entre muestras de verdadera alegría y regocijo.
Finalmente y luego de cumplir con los trámites de rigor, el 10 de noviembre tomó
posesión de su nuevo cargo.
Durante
el tiempo que permaneció en Ibarra nunca usó su cama para dormir; dedicando su
sacrificio a Dios prefería dormir en el suelo, sirviéndole de almohada para
reclinar la cabeza el borde de una grada que había en su habitación; y sus
escasas rentas, tal era su costumbre, las distribuía entre los pobres guardando
para sí únicamente lo necesario para su
alimentación.
En
Ibarra, «no duró un año su administración; pero dejó una estela de luz vivísima,
perfume perenne y celestial, sabor divino. La diócesis necesitaba comenzar así;
pobre en bienes materiales, rica en los del espíritu, poderosa en influencia de
santidad, ubicua en servicio a las almas» (Biog. del Padre Yerovi, p. 227, Dr.
J. Tobar Donoso).
El 7 de
octubre de 1865, S. S. el Papa Pío IX lo nombró Obispo de Cidonia «in partibus
infidelium». Dicho nombramiento le fue entregado en enero de 1866, y lo
conminaba además a que, a la brevedad posible, se traslade a Quito y se encargue
del gobierno eclesiástico de dicha ciudad. A pesar de la presión tuvo que
demorar algunos meses su viaje debido a que tenía que cumplir varios trámites de
orden administrativo; pero, no pudiendo retrasar más su partida, el 20 de junio
de ese mismo año -y manteniendo su costumbre de viajar a pie a pesar de su edad-
abandonó para siempre su muy amada ciudad de
Ibarra.
Durante
los cuatro días que duró su viaje vio a Cristo en cada pobre que se le cruzaba
en el camino, y olvidando sus propias necesidades, repartió entre ellos los
pocos alimentos que llevaba en sus alforjas. Finalmente, en la noche del domingo
22 llegó a Quito, cansado y con los pies
ensangrentados.
El
domingo 5 de agosto, ante la presencia del Presidente de la República don
Jerónimo Carrión, de autoridades civiles y religiosas, del cuerpo diplomático y
de una enorme multitud que colmaba las naves de la catedral de Quito; recibió la
consagración episcopal de manos del Ilmo. José Ignacio Checa y
Barba.
Al día
siguiente inició su labor apostólica publicando una serie de pastorales que
circularon semanalmente, y como si presintiera su próximo fin se prodigó en
atender a la diócesis cumpliendo todas sus obligaciones: Exhortaba diariamente a
los sacerdotes para que diesen buen ejemplo a sus fieles, visitaba las cárceles
para reconfortar a los presos y darles sabios consejos, fundó la Casa de Santa
María del Refugio para acoger a las mujeres desamparadas, y luego de realizar un
concienzudo estudio escribió una nota a la delegación apostólica explicando las
dispensas que debían tener los indígenas debido a sus creencias y tradiciones.
Finalmente, obtuvo su mayor satisfacción al lograr que la Iglesia sea
independiente de los lazos de la política del Estado, que hasta esa época había
tenido gran influencia sobre ella. Y así, toda la Arquidiócesis de Quito sintió
la benefactora influencia de este noble, abnegado y santo servidor de
Dios.
Desgraciadamente, los ayunos, sacrificios, silicios y
penitencias a los que se había sometido durante toda su vida, habían debilitado
su salud, y su cuerpo no pudo resistir tanto trabajo y esfuerzos, por lo que en
junio de 1867 cayó gravemente enfermo.
Tuvo la
dicha de conservar hasta el final de sus días el don del recogimiento íntimo y
fervoroso. Oraba constantemente con una unción que le conmovía no pocas veces
hasta arrancar lágrimas de sus cansados ojos, y después de orar levantaba la
mirada al cielo con la seguridad de que sus oraciones habían sido
escuchadas.
Presintiendo el llamado de Dios, el día 19, luego de
reconciliarse pidió que le cantaran el «Tedéum», y al amanecer del día
siguiente, 20 de junio de 1867, después de recibir la sagrada comunión, entregó
su alma al Creador.
«Los dos
o tres días que pasó expuesto el cadáver en la Capilla del Palacio, el concurso
de gentes fue inmenso a todas horas, y la traslación a la Catedral para las
exequias, que se celebraron el sábado 22, no fue un cortejo fúnebre, sino la
apoteosis de un santo» (Escalante.- ídem p.
200).
Pocos
meses antes, el 2 de abril, Su Santidad el Papa Pío IX había aceptado la
renuncia del Arzobispo de Quito, Ilmo. José María Riofrío, y en fuerza a su
derecho de sucesión dicha dignidad le correspondía al padre Yerovi, Obispo de
Cidonia, por lo que el Pontífice romano, apenas tuvo conocimiento de su muerte,
ordenó que se exhumara el cadáver para imponerle el sagrado palio. Para cumplir
con tal disposición, el 5 de marzo de 1869, casi dos años después de su muerte,
el Ilmo. José Ignacio Checa y Barba procedió a exhumar el cuerpo de Yerovi, que
con gran pompa fue colocado en la Catedral, sentado en un sillón, investido con
las vestiduras e insignias pontificales. Milagrosamente y para regocijo de la
Iglesia Católica y de todos los fieles, el cadáver aún mantenía su flexibilidad
y no había en él ninguna muestra de
descomposición.
En 1954,
ochenta y siete años después de su muerte, al instalarse el proceso apostólico
para su beatificación, ante la presencia del cardenal quiteño Carlos María de la
Torre se descubrió su tumba en busca de reliquias, pero un nuevo milagro se
había realizado para dar fe de su santidad: El cadáver aún se mantenía
intacto.
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Histórica * Geográfica *
Biográfica
Por: Efrén
Avilés Pino.
el padre yerovi es un santo
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