martes, 2 de agosto de 2016

Fray José María de Jesús Yerovi y Pintado, Sacerdote

Fray José María de Jesús Yerovi y Pintado

Abril 12, 1819 - Junio 20, 1867

«De corazón verdaderamente paternal, el padre Yerovi no esperaba que la necesidad llame a sus puertas, él mismo sale en busca de ella para remediarla... Insultado, jamás se queja; perseguido, ama siempre al perseguidor; su aspecto revela un no sé qué de grave y amable, que inspira amor e infunde devoción en cuantos le tratan...».
                                               González Suárez
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ILMO. JOSE MARIA YEROVI
Dos años después de su muerte, el cuerpo incorrupto y flexible del Ilmo. José María de Jesús Yerovi -en cumplimiento a lo dispuesto por S. S. el Papa Pío IX- fue exhumado de su tumba y sentado en la silla arzobispal de Quito, para ser investido como tal. Recibió entonces honores y plegarias.

YEROVI PINTADO, Ilmo. Fray José María de Jesús.- Sacerdote quiteño nacido el 12 de abril de 1819, hijo de don Joaquín Yerovi y Camacho y de la Sra. Josefa Pintado y Camacho.

Sus primeras enseñanzas -de acuerdo con las costumbres establecidas en esa época- las recibió en el cristiano hogar de sus padres, quienes lo encaminaron por los senderos de la religión y la ciencia. «A los ocho años Yerovi sabe más de la ciencia de la Filosofía que Aristóteles, Platón y los más grandes cerebros del paganismo. Conoce el insondable misterio de la Sma. Trinidad, el pecado original, la encarnación de la segunda persona del Verbo, vida y muerte de Cruz, su presencia adorable en el Santísimo Sacramento del Altar, y que será eterno el premio o el castigo de la otra vida. Los impíos pueden reírse; pero tarde, cuando ya no hay remedio, conocerán su error» (W. Loor.- José María Yerovi, tomo I, p. 16).

Posteriormente ingresó en el centenario Colegio de San Fernando -de los padres dominicos-, donde desde 1829 estudió y profundizó en Latinidad, Filosofía, Gramática, Literatura, Geografía, Historia, Física, Matemáticas, Humanidades y por supuesto Religión. A finales de 1835 ingresó a la Universidad de Santo Tomás para continuar con el aprendizaje de la parte teórica del Derecho Canónico, Civil y de Gentes; y en julio de 1839 culminó sus estudios de Derecho, pero tuvo que esperar hasta el año siguiente para poder -de acuerdo con las leyes de educación vigentes en dicha época- rendir el grado de Bachiller en Jurisprudencia. Luego y en cumplimiento de dichas leyes, continuó estudios de Humanidades Superiores hasta obtener, el 25 de febrero de 1843, el título de Doctor en Jurisprudencia.

Entonces -como era de rigor en esa época- la Corte Suprema lo nombró para desempeñar el cargo de Abogado de Pobres. «Nunca estuvo la suerte de aquellos en manos tan puras y honestas...»

Al cumplir los 23 años de edad y estrenando su flamante título, el mundo le abrió de par en par sus puertas, pues tenía simpatía, buen porte, salud, talento, y lo más importante, una conducta moral intachable; pero a pesar de las notables virtudes que lo adornaban, también surgieron en su joven corazón algunas inquietudes que lo llevaron por caminos muy peligrosos. Fue así como su afición por la «farra», la guitarra, las compañías poco recomendables, la lectura de libros prohibidos y la presencia de bellas mujeres a cuyos encantos no pudo resistirse, lo llevaron a principios de noviembre de 1844 -junto a varios amigos y señoritas- a un paseo al lago de Cuicocha, en la provincia de Imbabura.

Con la alegría propia de los jóvenes de su edad, se embarcaron en dos balsas de totora en busca de la intimidad que les proporcionaría la pequeña isla situada en el centro de la laguna. Ya habían alcanzado la orilla de la isla y sólo le faltaba a él desembarcar, cuando un infortunado movimiento hecho por uno de sus amigos alejó la embarcación, que por su vetustez empezó a desbaratarse. Cayó entonces a las heladas aguas, y a pesar de estar relativamente cerca de la orilla no pudo alcanzarla, pues no sabía nadar. «Ante la perspectiva de la muerte, grita pidiendo auxilio. Se acerca a socorrerle la otra balsa: pero a la media luz de las aguas teñidas de rojo por los rayos del sol moribundo, que se ha puesto ya en el horizonte, cree ver el fuego justiciero con que Dios castiga al ángel y al hombre que violan su ley» (W. Loor.- José María Yerovi, p. 51).

Este hecho, al que nadie ha puesto jamás en duda, marcó un cambio definitivo en su conducta, y «no pudiendo resistir al interior impulso que lo lleva a Dios, secretamente advertido y con el consentimiento de sus padres, se retira por seis meses a una hacienda en donde, entregado al silencio, la oración y los sagrados estudios, examina y prueba su divina vocación», y en busca de la santidad y de la sabiduría de Dios, «se da por completo a la oración, místico laboratorio en que se confeccionan las saludables medicinas que curan las heridas del alma. Se enciende en místicos ardores del divino amor, y, al contacto con ese fuego celestial, van deshaciéndose los hielos de las aficiones terrenas». (Vida y Muerte de Fray José María Yerovi.- Fr. A. Luzuriaga C.- O.F.M.).

Luego de casi un año de estudios y meditación religiosa, el 31 de mayo de 1845, en la Iglesia Catedral de Quito y de manos del Ilmo. Obispo Dr. Nicolás Arteta y Calisto, recibió finalmente las órdenes sacerdotales.

«Libre de los compromisos que le unen al mundo empieza una vida completamente santa. El estudio de las divinas escrituras y de las ciencias propias de un sacerdote, la oración al pie del Sagrario en que encuentra todas sus delicias, la penitencia y mortificación son el pan cotidiano con que alimenta y fortalece su alma ansiosa de ser cada día más perfecta» (Luzuriaga.- ídem p. 39).

Al año siguiente fue nombrado párroco de Guano, pero cuatro meses más tarde, debido a una grave afección que sufrió en los ojos tuvo que renunciar al cargo y viajó a Quito en busca de recuperación. Fue entonces designado cura párroco de Pomasqui, población a la que se trasladó a mediados de febrero de 1847 y donde permaneció hasta febrero del año siguiente, en que obedeciendo a una nueva solicitud hecha esta vez por el obispo Arteta, renunció al curato de Pomasqui para poder aceptar la capellanía del convento de las madres conceptas, en la ciudad de Ibarra.

En dicha ciudad encontró un campo mucho más amplio para cumplir con su sagrado apostolado, pero la misión encomendada no le fue fácil, pues su principal encargo consistió en reorganizar y corregir el monasterio y guiar a las monjas del mismo por el verdadero camino de su vocación. Allí, con suave energía y dulzura trabajó para poner fin a costumbres poco edificantes en el claustro, que escandalizan al pueblo; pero cuando sus buenos modales no fueron suficientes, abandonó las medidas conciliadoras y drásticamente sometió a las monjas a la vida de comunidad, separando inclusive de ésta a dos de ellas que se negaron a obedecer.

Así, desde esa época, su talento, patriotismo y espíritu de justicia se hicieron notables, sobre todo cuando asistió como Diputado suplente por la provincia de Imbabura a la Asamblea Constituyente de 1851, donde tuvo destacada y brillante participación demostrando a cada momento que sus postulados estaban por encima de los intereses políticos que primaban en la mayoría de los asistentes a dicho Congreso.

A mediados de 1852, Mons. Francisco Javier Garaicoa -que acababa de ser nombrado Obispo de Quito- lo nombró Subsecretario de la Curia. Entonces y con gran pena por tener que dejar a sus feligreses, abandonó Ibarra y se trasladó a Quito para asumir su nueva responsabilidad.

Al poco tiempo, y a pesar de que solo contaba con treinta y tres años de edad, el Ilmo. Francisco Javier Garaicoa pidió poder a S. S. el Papa Pío IX, y luego de obtenerlo lo designó Vicario Apostólico de Guayaquil, pues lo consideraba imparcial, justo y capacitado; y era «muy conocido por su moderación, tino y prudencia en el manejo y servicio de la iglesia» (Luis Escalante.- Fray José María de Jesús Yerovi).

Así, a pesar de que su nombramiento disgustó a varias autoridades políticas, al Dr. Cayetano Ramírez y Fita y al mismísimo padre Solano; a mediados de febrero de 1853 se puso en marcha hacia Guayaquil y el 9 de marzo asumió su nuevo cargo. Inmediatamente comenzó a trabajar y a preocuparse por resolver los problemas de la Curia, especialmente los relacionados con el aspecto económico de la misma -que se encontraba en bancarrota- y al poco tiempo, gracias a su acertada administración los escasos ingresos empezaron a rendir sus beneficios. Reparó las iglesias, cubrió los gastos de los párrocos, organizó ejercicios espirituales, hizo obras de caridad, y por último, designó una pequeña cantidad en beneficio de los pobres de Ibarra.

A pesar de haberse dedicado con abnegación y sacrificio a cumplir con sus obligaciones pastorales, no pudo mantenerse ajeno a los problemas políticos que día tras día sacudían al país, por lo que sus constantes enfrentamientos con las disposiciones del Gral. Urbina culminaron el 20 de octubre de ese mismo año, cuando ante las autoridades respectivas presentó su renuncia, «por motivos de conciencia y deseos de mirar por el decoro de la autoridad eclesiástica» (carta del padre Yerovi al Deán y al Cabildo), que le fue rechazada en dos ocasiones.

«En estas condiciones, Yerovi se siente incómodo en su cargo de Vicario Apostólico. No es su persona lo que le interesa, sino su dignidad, su autoridad, humillada por la interferencia de Urbina en el negocio de la diócesis, por sí o por medio del Ministro o del Gobernador. Cree Yerovi que en Sede vacante es él el que reemplaza al Obispo y que en este altísimo cargo no puede convertirse en peón del Presidente de la República. En conciencia tiene que abandonar la Vicaría; eso no es fuga, es amor a la Santa Iglesia, esposa de Cristo» (W. Loor.- ídem p. 244).

A fines de marzo de 1854 se embarcó en un velero y abandonó Guayaquil con destino a Tumaco, donde desembarcó para seguir viaje a pie hasta la ciudad de Pasto (Colombia) con el propósito de ingresar al oratorio de los padres filipenses. En Pasto, al igual que lo había hecho desde su ordenación, en Ibarra, en Guayaquil y en tantas otras poblaciones, continuó ofreciendo a Dios su dolorosa penitencia lacerando su carne con silicios, y en la soledad de su celda, sólo con la compañía de Dios, comprendió que debía estudiar más profundamente las Sagradas Escrituras, porque ellas son las que conducen a la vida eterna.

A mediados de 1861 la situación política de Nueva Granada (Colombia) vivía momentos de gran agitación debido al golpe de estado que había llevado al Gral. Tomás Cipriano Mosquera al poder. Quiso entonces viajar al Perú, pero los puertos estaban muy controlados por miembros del ejército de Mosquera, quien también pretendía intervenir en los asuntos de la Iglesia. En estas circunstancias prefirió dirigirse a la ciudad de Cali, donde tocó las puertas del convento de San Joaquín con el ánimo de adoptar el hábito franciscano.

«En un obscuro claustro de otra ciudad lejana camina un fraile por la noche con su lámpara en la mano: entra a la capilla del convento, se postra ante el crucifijo y permanece inmóvil, agachado, cruzados los brazos. ¿Qué hace? Habla con Dios; ¿Quién es? El Vicario Apostólico, el congregado de San Felipe Neri, el literato distinguido, el jurisconsulto consumado, el joven brillante de la ciudad de Quito. La muceta de Doctor se convirtió en corona de religioso, las borlas del humanista en cíngulos de franciscano. Pues no satisfecho con su humildad, la quiso todavía más subida, y tomó el grosero y pesado ropaje del convento. Y éste sí que sabe imitar a su modelo, Francisco revive en el fraile sabio y penitente. ¿Cuándo vio Cali persona más humilde? ¿Cuándo vio Cali monje más piadoso? ¿Cuándo vio Cali cristiano más caritativo?. Caritativo, piadoso, humilde, todo lo fue aquel fraile, y como ninguno de estos tiempos. Por el ayuno, el insomnio y la devoción, San Jerónimo le hubiera envidiado, y viviendo en un desierto, los ángeles hubieran bajado a servirle» (Juan Montalvo.- El Cosmopolita).

En 1863 la situación Estado-Iglesia de Colombia hizo crisis y el Gral. Mosquera ordenó la supresión de todas las comunidades religiosas y el destierro de todos sus miembros. Entonces fue ubicado en la categoría de delincuente extranjero, y ante el dolor de la ciudadanía fue desterrado a Lima, Perú, donde luego de completar su noviciado fue admitido en la orden de San Francisco.

Dos años más tarde «es el denodado paladín de la verdad católica, que, con la palabra y el ejemplo, predica la doctrina que ha aprendido de los labios del Divino Maestro. Su elocuencia fervorosa atrae a las muchedumbres; su dialéctica invencible da con los errores al traste; su bondad aprisiona con dulces lazos las almas; cura las más enconadas dolencias del espíritu; persigue a la incredulidad; fortalece a los débiles; es luz que ilumina a los que viven en las tinieblas; ejemplo de los buenos; martillo de los impíos...» (L. R. Escalante.- ídem p. 126).

Erigida desde 1862 a la calidad de Ciudad Episcopal, Ibarra necesitaba en esa época de un Administrador Apostólico de elevadas cualidades espirituales, y gracias a las gestiones del Delegado del Vaticano, Mons. Francisco Tavani, y a la buena predisposición del Presidente de la República, Dr. Gabriel García Moreno, fue designado para desempeñar dicha dignidad, por lo que el 24 de agosto de 1865 se embarcó en el puerto de Callao con destino a Guayaquil, desde donde continuó viaje a pie hacia Quito. En dicha ciudad permaneció varios días visitando a su familia, y luego continuó hacia Ibarra, a donde llegó en la lluviosa noche del 3 de noviembre, y donde, a pesar de lo avanzado de la hora, fue esperado por toda la población que lo recibió entre muestras de verdadera alegría y regocijo. Finalmente y luego de cumplir con los trámites de rigor, el 10 de noviembre tomó posesión de su nuevo cargo.

Durante el tiempo que permaneció en Ibarra nunca usó su cama para dormir; dedicando su sacrificio a Dios prefería dormir en el suelo, sirviéndole de almohada para reclinar la cabeza el borde de una grada que había en su habitación; y sus escasas rentas, tal era su costumbre, las distribuía entre los pobres guardando para sí únicamente lo necesario para su alimentación.

En Ibarra, «no duró un año su administración; pero dejó una estela de luz vivísima, perfume perenne y celestial, sabor divino. La diócesis necesitaba comenzar así; pobre en bienes materiales, rica en los del espíritu, poderosa en influencia de santidad, ubicua en servicio a las almas» (Biog. del Padre Yerovi, p. 227, Dr. J. Tobar Donoso).

El 7 de octubre de 1865, S. S. el Papa Pío IX lo nombró Obispo de Cidonia «in partibus infidelium». Dicho nombramiento le fue entregado en enero de 1866, y lo conminaba además a que, a la brevedad posible, se traslade a Quito y se encargue del gobierno eclesiástico de dicha ciudad. A pesar de la presión tuvo que demorar algunos meses su viaje debido a que tenía que cumplir varios trámites de orden administrativo; pero, no pudiendo retrasar más su partida, el 20 de junio de ese mismo año -y manteniendo su costumbre de viajar a pie a pesar de su edad- abandonó para siempre su muy amada ciudad de Ibarra.

Durante los cuatro días que duró su viaje vio a Cristo en cada pobre que se le cruzaba en el camino, y olvidando sus propias necesidades, repartió entre ellos los pocos alimentos que llevaba en sus alforjas. Finalmente, en la noche del domingo 22 llegó a Quito, cansado y con los pies ensangrentados.

El domingo 5 de agosto, ante la presencia del Presidente de la República don Jerónimo Carrión, de autoridades civiles y religiosas, del cuerpo diplomático y de una enorme multitud que colmaba las naves de la catedral de Quito; recibió la consagración episcopal de manos del Ilmo. José Ignacio Checa y Barba.

Al día siguiente inició su labor apostólica publicando una serie de pastorales que circularon semanalmente, y como si presintiera su próximo fin se prodigó en atender a la diócesis cumpliendo todas sus obligaciones: Exhortaba diariamente a los sacerdotes para que diesen buen ejemplo a sus fieles, visitaba las cárceles para reconfortar a los presos y darles sabios consejos, fundó la Casa de Santa María del Refugio para acoger a las mujeres desamparadas, y luego de realizar un concienzudo estudio escribió una nota a la delegación apostólica explicando las dispensas que debían tener los indígenas debido a sus creencias y tradiciones. Finalmente, obtuvo su mayor satisfacción al lograr que la Iglesia sea independiente de los lazos de la política del Estado, que hasta esa época había tenido gran influencia sobre ella. Y así, toda la Arquidiócesis de Quito sintió la benefactora influencia de este noble, abnegado y santo servidor de Dios.

Desgraciadamente, los ayunos, sacrificios, silicios y penitencias a los que se había sometido durante toda su vida, habían debilitado su salud, y su cuerpo no pudo resistir tanto trabajo y esfuerzos, por lo que en junio de 1867 cayó gravemente enfermo.

Tuvo la dicha de conservar hasta el final de sus días el don del recogimiento íntimo y fervoroso. Oraba constantemente con una unción que le conmovía no pocas veces hasta arrancar lágrimas de sus cansados ojos, y después de orar levantaba la mirada al cielo con la seguridad de que sus oraciones habían sido escuchadas.

Presintiendo el llamado de Dios, el día 19, luego de reconciliarse pidió que le cantaran el «Tedéum», y al amanecer del día siguiente, 20 de junio de 1867, después de recibir la sagrada comunión, entregó su alma al Creador.

«Los dos o tres días que pasó expuesto el cadáver en la Capilla del Palacio, el concurso de gentes fue inmenso a todas horas, y la traslación a la Catedral para las exequias, que se celebraron el sábado 22, no fue un cortejo fúnebre, sino la apoteosis de un santo» (Escalante.- ídem p. 200).

Pocos meses antes, el 2 de abril, Su Santidad el Papa Pío IX había aceptado la renuncia del Arzobispo de Quito, Ilmo. José María Riofrío, y en fuerza a su derecho de sucesión dicha dignidad le correspondía al padre Yerovi, Obispo de Cidonia, por lo que el Pontífice romano, apenas tuvo conocimiento de su muerte, ordenó que se exhumara el cadáver para imponerle el sagrado palio. Para cumplir con tal disposición, el 5 de marzo de 1869, casi dos años después de su muerte, el Ilmo. José Ignacio Checa y Barba procedió a exhumar el cuerpo de Yerovi, que con gran pompa fue colocado en la Catedral, sentado en un sillón, investido con las vestiduras e insignias pontificales. Milagrosamente y para regocijo de la Iglesia Católica y de todos los fieles, el cadáver aún mantenía su flexibilidad y no había en él ninguna muestra de descomposición.

En 1954, ochenta y siete años después de su muerte, al instalarse el proceso apostólico para su beatificación, ante la presencia del cardenal quiteño Carlos María de la Torre se descubrió su tumba en busca de reliquias, pero un nuevo milagro se había realizado para dar fe de su santidad: El cadáver aún se mantenía intacto.
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Histórica * Geográfica * Biográfica
Por: Efrén Avilés Pino.

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